Cuentan los adultos que todos fueron niños, pero yo no creo que sea así. Muchos ya son adultos solo nacer. Ves cómo se comportan, siempre hacen todo lo que es correcto, como lo harían mi padre o mi madre, y eso que tienen 10 años. Saben portarse bien en todos los lugares, no saltan o se “rebozan” en barro después de un día de lluvia. Ellos llegan con los zapatos como nuevos a casa. Los niños llegamos con más superficie de suciedad que de limpieza, una 90/10 diría yo -eso nos lo han enseñado hoy en clase, siempre debe sumar 100-. Algún día querrán ser niños, pero ya no podrán, la infancia tiene el tiempo que tiene y no más, y no se puede volver atrás, menos en las pelis, como en esa de la máquina del tiempo, que llevan un cacharro que tiene una pinta de no funcionar nunca, pero que te lleva al pasado y al futuro. Cosas del cine.
Y cuando uno no es niño se lo toma todo demasiado en serio, y olvida lo que es un juego. Darle a una pelota es un juego, las canastas son juguetes y nosotros vamos allí a divertirnos, no a ganar un partido o dos, porque jugamos cada día muchísimos partidos o uno que es infinito y nadie recuerda el resultado. En el fútbol es más fácil contar, casi nunca se llega a más de 20 goles, pero en el baloncesto entre las canastas de dos y las de uno ya nos hacemos un lío. Y eso que dicen que los americanos tienen un tiro de tres puntos, más alejado del aro, pero no sé si es verdad. Me lo conto mi prima Elena, que tiene o tenía un novio americano, dijo que era de Boston, que allí juegan muy bien al baloncesto. Pues este americano, John creo que dijo que se llamaba, le contó que allí hay un tiro de tres, y supongo que será verdad, ese no tendría porque mentirle a mi prima, aunque mi madre me cuenta que muchos hombres mienten para conseguir lo que quieren y que yo no debo ser así. Pero como yo todavía no soy un hombre y soy un niño, hago cosas de niños, así que miento de vez en cuando. Esa mentira no tendría mucho sentido, a mi prima le da lo mismo que haya un tiro de tres y otro de dos en el baloncesto, ella es más de toros, y John también dice que le gustan mucho los toros, como a un escritor americano algo gordito que se pego un tiro.
El otro día tuvimos un partido, jugábamos contra un equipo que había venido de Madrid. Ellos con sus uniformes, todos con las mismas zapatillas, los mismos calzones y hasta los calcetines con las mismas rayas negras. Nosotros tenemos todos la misma camiseta, blanca con rayas azules, y con el nombre de la Droguería que nos patrocina. El resto ya va a gusto de cada uno o de lo que tenga por casa. Yo llevaba unos pantalones cortos de color rojo, son mis favoritos, mi madre sólo me los deja llevar para hacer deporte, así que me los pongo todos los días que voy al baloncesto, o otros días que le cuento que voy a jugar a fútbol o cualquier otra cosa, aunque vayamos al monte, molan un montón, cuando volvamos a Madrid a ver si puedo comprar otros, que estos ya están muy viejos. Qué fácil es engañar a los adultos. Nos ponemos los calcetines que tenemos por casa, y lo más importante, que no tengan agujeros, a ver si un día me hago daño de verdad, me tienen que llevar al hospital y ven que llevo los calcetines agujereados. Eso sería una tragedia y no la pierna o el brazo roto. Que en el Hospital de Ávila vieran que un niño de un pueblo del Valle del Tiétar que va con los calcetines descosidos, eso sería un drama de esos de la tele, seguro que no lo han visto antes. No creo que los médicos se fijen tanto en los calcetines y en la ropa como las madres. El Doctor del pueblo, el señor García, siempre se fija más en la ropa de las madres que en la de los niños.
Y para terminar las zapatillas, aquí si que cada uno lleva las que puede, hasta algún día he tenido que llevar los zapatos de domingo porque las bambas de esos días estaban para tirar a la basura. “Este niño destroza todo lo que se pone”, dice siempre mi abuela que es muy exagerada, hay cosas que no he roto. Las que más me gustaban eran las Adidas Superestar, que según me contaba el novio de mi prima eran las que llevaban los jugadores americanos, y que el mejor y más importante, Kareem Abdul-Jabbar, llevaba unas de esas. Así que me las pedí para Reyes, pero como tenían que repartir tantos regalos y como siempre había “crisis” -para los adultos siempre estamos en crisis y sin un duro-, no tenían para gastar mucho dinero. Así que me las compró mi padre el día que fui con él a Madrid a sacarme una muela, y me prometió que si no lloraba tendría las bambas, me cayeron unas lágrimas, pero mi papá me las compró igual.
Empezó el partido contra los de la capital de España, y no lo hacían mal, pero nosotros lo hacíamos mejor. Decían que no estaban acostumbrados a jugar en la calle, que ellos jugaban en sitios cubiertos, pero eso aquí no tenemos de eso. Aquí jugamos en nuestra pista de cemento, con algunos agujeros que nos conocemos, no botamos la pelota allí y así no sale despedida. Nuestros rivales se enfadaban un poco por estos agujeros en la pista, pero bueno, es parte del juego, si jugáramos en su campo ellos se conocerían los lugares donde no hay que botar el balón. El partido iba igualado nos dijeron en la mesa, en el pueblo no había marcador para el baloncesto, si para el fútbol, que hay menos goles y seguro que es más barato, y eso te lo permite la “crisis”. La verdad es que nunca jugábamos con marcador, ya veíamos si ganábamos o perdíamos por las canastas que metíamos en cada ataque y las que nos metían. Cuando teníamos dudas le preguntábamos a Santiago, el que siempre sacaba dieces de matemáticas, contaba todos los puntos mejor que los de la mesa, sobre todo los domingos por la tarde, que venían más que contentos tras las cervezas que se tomaban después de misa, y la comilona del día festivo.
Ellos tenían un niño muy alto que jugaba muy bien, nos metió muchas canastas, pero nosotros éramos más rápidos y eso mantenía el partido igualado. Faltando pocos segundos tenían ellos el balón, tiraron de fuera de la botella y fallaron, yo cogí el rebote de potra, porque soy de los más bajitos, pero como dice mi abuelo, “hay que saber estar en el lugar correcto en el momento correcto, con eso es suficiente”. La pasé rápido a Francisco Bala, que ese apellido lo describía perfectamente, y cuando se hizo mayor también, se metía en más de un lío y en el pueblo decían que “era un Bala”. La cogió y nadie lo pilló, entró fácil a canasta y ganamos. Me alegré mucho, pero después menos cuando escuché al entrenador del equipo de Madrid como gritaba a sus jugadores, que eran unos niños como nosotros. Les hizo correr durante una hora más por la pista, para que aprendieran lo que era perder, o algo así creímos escuchar, los adultos dicen muchas tonterías y los niños desconectamos cuando llevan mucho rato hablando. Nosotros nos quedamos a verlos correr, queríamos ver cómo se comportaban los “profesionales”, pero nos pareció más un grupo de niños dirigidos por un gilipollas -perdona la palabra mamá-. No se daban cuenta que eso sólo era un partido de baloncesto entre niños, que no nos cambiaría la vida, ni hacía falta enfadarse tanto por un juego. Estábamos ahí para divertirnos jugando a nuestro deporte favorito, el baloncesto.
Redacción finalista en el premio literario “Bar La Laguna” de Sotillo de la Adrada, año 1981. Escrito por Xavi.
Años después coincidí en mi etapa de jugador y de entrenador con varios de esos jugadores que vinieron a jugar a nuestro pueblo. Ninguno tenía un buen recuerdo del entrenador, pero si de los buenos momentos que pasaron juntos como equipo. Ganaron más que perdieron, algún título se llevaron pero ya no recordaban cuales fueron, ni quien metió más puntos, ni quien cogió más rebotes. Su recuerdo era sobre unos buenos días, cuando eran niños, después adolescentes y jugaban a baloncesto.
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