La canasta, un cuento de Navidad
Cuentan que el día que Jim llegó a Sotillo apareció detrás de su coche un gran camión de Madrid, que llevaba unos hierros, un cuadro de madera y un aro metálico.
Jim El Americano, ese era su nombre para toda la gente del pueblo. Vino con las Brigadas Internacionales a combatir en la Guerra Civil, y se enamoró del Valle del Tiétar, y todavía quiso más a nuestro pueblo, Sotillo. Algunos cuentan que la causa de todo fue una mujer, pero nunca nadie la conoció. Vio morir a su mejor amigo de un disparo directo al corazón, eso siempre lo contaba en el bar cuando la botella de bourbon estaba cerca de fallecer, y explicaba que aquí estaba más cerca de él y de todo lo que amaba. Durante una dictadura decidió venir a vivir a España, contaba que para él el recuerdo tenía más peso que el presente, y que aquí se vivía como en cualquier otro lugar, pero cada cuatro años no podías votar. Compró una casa antigua fuera del pueblo y la fue reformando, con el dinero que se sacaba como profesor de inglés.
Cuentan que el día que Jim llegó a Sotillo apareció detrás de su coche un gran camión de Madrid, que llevaba unos hierros, un cuadro de madera y un aro metálico. Y que tras hablar con el alcalde consiguió plantar ese artefacto al lado del campo de fútbol. Muchos no sabían que era eso, estábamos a finales de los años 40, nadie conocía el baloncesto en el pueblo, pero Jim era un tipo de Indiana que había pasado su adolescencia tirando a canasta, y lo único que echaba de menos en el Valle del Tiétar era una canasta de baloncesto.
Allí todos los niños del pueblo, y también todas las niñas, habían ido a lanzar el balón y el pueblo se convirtió en un pueblo de baloncesto, nadie jugaba al fútbol, porque los pies no estaban hechos para encestar. Y el gran momento de nuestro baloncesto llegó en el 58, el mítico equipo de Sotillo que todos el pueblo recitaba de carrerilla: “Santiago, Francisco, Ángel, Eduardo y Tomás, con Jim de entrenador era lo mejor.” Llegaron al campeonato de Castilla, y derrotaron a los de Ávila, según cuenta la leyenda después de llevárselos toda la noche de copas y en el partido los abulenses no podían ni ver la canasta, hasta parece que uno se desmayó, y al despertar solo gritaba, ¨no quiero más copas, de verdad, no quiero ninguna más.” Y en semifinales derrotaron a los de Salamanca, esta vez no sé necesitó alcohol, explican que los salmantinos eran abstemios, difícil de creer, pero los nuestros jugaron mucho mejor. Y la final ante los de Madrid, que perdimos en el último segundo por una falta que todos perjuran que no fue, ese fue nuestro año, ese era nuestro equipo.
Allí se nos daba bien el tirar a canasta, la canasta que trajo el americano, así que en los setenta, cuando nací, di mis primeros pasos viendo a mis hermanas tirar a canasta. Allí nos reuníamos todos siempre para jugar los partidos de cinco contra cinco, diez contra diez o veinte contra veinte, siempre había gente dispuesta a jugar, ese era nuestro patio. Allí se condensan cientos de recuerdos, mi padre le pidió a mi madre si quería ser su novia en la media parte de un partido entre unos amigos. Allí encontraron al Tío Segismundo totalmente borracho, gritando que venían los extraterrestres -casualmente fue el día que los americanos “encontraron” los alienígenas en el área 51-. Allí mis hermanas conocieron a sus maridos, una pareja de hermanos de Madrid que vinieron al pueblo y su deporte favorito era el baloncesto. Allí cuentan los viejos del lugar que llegaron un día unos jugadores americanos, dicen que de la NBA, a preparar un partido que debían jugar en la capital, y quisieron ver la canasta que había creado el “Tipo de Indiana”, que así le llamábamos en el pueblo a Jim, y jugaron una pachanga, y algunos hasta “machacaron”, como comentaba mi abuelo.
Y el tiempo pasó y la canasta envejeció, y cada vez se necesitaba algún pequeño arreglo; pintarla, reforzar alguna soldadura, cambiar la red…. Por mucho que nos esforzáramos cada día se la veía más “pachucha”, hasta que llegó la navidad del 79 refugiada en uno de los inviernos más fríos que se recordaban, empezó a nevar, no paraba de nevar, se cubrió toda la canasta, y cuando la nieve se empezó a derretir vimos que había desaparecido, ya no estaba. El lugar de tantos recuerdos había quedado huérfano, ya no teníamos nuestra gran canasta, mil veces mejor que la que plantaron en las escuelas o en la casa del “pijo” de la capital. Ya no quedaba nada, solo las rocas frías y tristes.
Creo que no lloré nunca tanto como ese día, un 24 de diciembre por la mañana. Y allí estábamos todos los de la cuadrilla; Fidel, Ramón, Quique, Juan, Paco, Alfonso, Javi, Jorge, Àngel, Jaime, Carlos y Santiago, y trazamos nuestro plan. Ese año a los Reyes les pediríamos únicamente un regalo, una canasta nueva, en el mismo lugar, no había nada que negociar, era eso o eso. Escribiríamos la carta solo con ese deseo y se la llevaríamos al paje que estaría en el pueblo el día 2 de enero. Tenía que funcionar, si o si.
El día 6 por la mañana me desperté y se me cayó el mundo encima, los Reyes me habían dejado muchos paquetes, habían pasado de mi carta y me habían traído juguetes y ropa, pero no mi gran deseo. Mis padres no entendieron porque me había enfadado tanto con los regalos, ni porque tenía esa cara el mejor día del año -y también el peor, porque a partir de ese momento tiene que pasar un año entero para que lleguen los Reyes de nuevo-. Salí de casa y me fui corriendo al lugar de la canasta, si no me había hecho caso a mi, a lo mejor había hecho caso a algún otro de los nuestros. Y allí estaba la nueva canasta, reluciente, toda nueva, pintada perfectamente, invadida por ese rayo de sol que la hacía mágica. Y de nuevo el pueblo tenía la canasta, gracias al sacrificio navideño de un grupo de niños.
***
Hace unos días, en Nochebuena, recordando aventuras de nuestra infancia le recordé a mi madre esa historia, que nadie sabía de donde había salido la canasta, pero que nosotros si que lo sabíamos, fue gracias a nuestra carta. Mi madre me miró y sonrió. “¿De verdad no te acuerdas de nada, hijo?”. Me quede mirándola esperando que continuara.
“La canasta era muy vieja, como recuerdas, así que el alcalde pidió una nueva que debía instalarse antes de Navidad, pero con las nevadas no se pudo hacer, esperaron a que la nieve desapareciera, y el mismo día 5 fueron a ponerla, creyeron que sería una bonita sorpresa para los niños del pueblo. Yo te lo conté, pero veo que no me escuchaste, como hacías muchas veces, siempre con esos pájaros en la cabeza que te convertían en un niño tan especial.”
Pues lo cierto es que no recordaba nada de todo eso, siempre había creído que había sido un milagro de Navidad, como todos mis amigos, pero nunca lo contábamos a nadie, supongo que por vergüenza y por conservar nuestro secreto. Seguro que la historia de mi madre es la cierta, pero la voy a borrar de mi memoria, yo seguiré pensando que recuperamos nuestro sueño por unas cartas que escribimos una panda de amigos a los Reyes de Oriente.